Encarnación Ezcurra (1795-1838)
Por el Doctor Julio R. Otaño.
María de la
Encarnación Ezcurra y Arguibel nació en Buenos Aires el 25 de
marzo de 1795, siendo sus padres Juan Ignacio Ezcurra, español, y doña Teodora
Arguibel, que era argentina hija de franceses. El bisabuelo paterno de
Encarnación, Domingo de Ezcurra, había nacido en el valle de Larraun,
Pamplona Navarra, España.
Se había criado en un hogar de ocho hermanos y hermanastros.
Ella era la quinta hija mujer del matrimonio de Teodora de Argibel y Don Juan
de Ezcurra. Después de ella tres varones. Pertenecían a una
típica familia ganadera de ese tiempo. La madre de Encarnación Teodora,
provenía de una familia castiza. Su casamiento había sido arreglado desde los
Argibel para conservar por esta vía cierto confort económico que corría
peligro. Don Juan de Ezcurra hijo de criollos de una generación de menor
alcurnia que los Argibel, pero de fortuna, había visto en este casamiento la
posibilidad de ser reconocido socialmente.
En los primeros años de su vida, Juan Manuel de Rosas vivía
en la campaña y cada tanto solía frecuentar Buenos Aires, allí conocerá a
Encarnación Ezcurra. Pero Agustina
López de Osornio, la madre de Rosas, se opuso de entrada a este noviazgo de su
hijo. Cuando
Juan Manuel y Encarnación ya habían decidido contraer nupcias, Agustina López
de Osornio, pretextando la poca edad de ambos, rehusó consentir el
casamiento, sin embargo
poco pudo hacer contra la astucia de los jóvenes novios.
Encarnación Ezcurra, por instigación de Juan Manuel, le escribe una
carta a éste, donde le manda decir que estaba embarazada y que por tal motivo
debían casarse. La carta
engañosa fue dejada por Rosas en un lugar visible de la casa de su madre, a la
espera de que ésta la leyera. Cuando Agustina López de Osornio encuentra y lee
la carta, se dirige con desesperación a la casa de Teodora Arguibel, la madre
de Encarnación Ezcurra, para darle la novedad. Las dos señoras resolvieron allí
mismo que, ante el bochorno que una situación semejante pudiera ocasionar en
los círculos sociales, apuraran el casamiento entre Encarnación Ezcurra y Juan
Manuel de Rosas.
Contrajeron matrimonio el martes 16 de marzo de 1813, en una
ceremonia dirigida por el presbítero José María Terrero. Estaban como testigos
don León Ortiz de Rozas (padre de Rosas) y doña Teodora Arguibel.
Los primeros tiempos de la pareja no fueron de prosperidad
económica. Rosas entregó a sus
padres la estancia “El Rincón de López”, la cual administraba en el partido de
Magdalena. Quería
trabajar por su cuenta como hacendado, sin tener que pedir favores a nadie.
En una correspondencia mandada desde el exilio inglés a su
amiga Josefa Gómez, Rosas dirá que
“sin más capital que mi crédito e industria;
Encarnación estaba en el mismo caso; nada tenía, ni de sus padres, ni recibió
jamás herencia alguna”. Encarnación y Juan Manuel tuvieron
3 hijos: María de la Encarnación , nacida el
26 de marzo de 1816, y que apenas sobrevivió un día; Manuela Robustiana, que
nació el 24 de mayo de 1817, y Juan Bautista Pedro, nacido el 30 de junio de
1814.
Ella acompañará a su esposo en todos los emprendimientos que
tuvo, sea como administrador de Los Cerrillos o como de la estancia San Martín.
Y, desde luego, también en las vicisitudes de la política. Las idas
y venidas de la ciudad al campo, robustecieron en ella su adaptación a las
condiciones de vida semisalvaje de la campaña. Encarnación era de
carácter severo cuando las circunstancias así lo imponían, aunque no pocos la
retrataron como una mujer que carecía de ternura.
En el seno de la familia Rosas, la parte dulce correspondía a
Manuelita Robustiana, la hija predilecta del Restaurador de las Leyes, la misma
que con el tiempo será proclamada “Princesa de la Federación ”.
Fue la más fervorosa colaboradora de su marido, por quien
sentía una verdadera devoción. Actuó en forma brillante en las circunstancias
políticas más delicadas y difíciles. Gozaba de una enorme popularidad entre los
humildes, débiles y desposeídos, a los que protegía y halagaba, recibiéndolos
en su casa. Llegó a
ser el brazo derecho de Juan Manuel, tenía una lealtad y fanatismo
inclaudicables, sin embargo ella sólo inducía, sugería. Tras los primeros
años de la Revolución
de Mayo, y por más de dos décadas, la anarquía era la que estaba al mando del
vasto y deshabitado territorio de las Provincias Unidas del Río de la Plata , el país en formación
era un hervidero y la violencia cerril proyectaba su sombra. Será Rosas el que creará los
fundamentos y el principio de una autoridad nacional en la Argentina , y quien la
aplique exitosamente por primera vez en el ejercicio del poder por veintipico
de años.
El 1º de diciembre de 1828 el general Juan Lavalle –la “espada sin cabeza” como lo llamara San Martín, un militar brillante pero
manipulado por los “doctores” había
depuesto y luego fusilado al gobernador de Buenos Aires, el coronel Manuel
Dorrego, héroe de cien combates en todas las guerras de la independencia y
caudillo federal indiscutible de los barrios bajos. Rosas unió sus fuerzas con
las del santafecino Estanislao López y ambos vencieron a Lavalle en Puente de
Márquez el 26 de abril de 1829.
Ya para entonces todos ponían los ojos en ese ganadero, el
más importante de Buenos Aires, administrador de las estancias más organizadas,
disciplinadas y productivas del país, el creador de la industria del saladero
y Comandante de campaña y jefe de un ejército de gauchos victorioso en la
guerra contra el indio –los Colorados del Monte-, base verdadera del ejército
popular y nacional. En diciembre de 1829 Rosas fue nombrado gobernador de
Buenos Aires con poderes extraordinarios.
Designó un gabinete de lujo, incluyendo a Tomás Guido como
ministro de Gobierno y de Relaciones Exteriores, Manuel J. García como ministro
de Hacienda y Juan Ramón González Balcarce como ministro de Guerra y Marina.
En diciembre de 1832 Rosas fue reelecto gobernador pero no
aceptó el cargo, rechazándolo por tres veces, a pesar de las súplicas del
pueblo y de la
Legislatura. Para entonces el partido Federal estaba
ferozmente dividido entre los “doctrinarios”,
“cismáticos” o “lomos negros” y los leales al Restaurador, los “ortodoxos” o “apostólicos”. Rosas no acepta presiones y organiza un Ejército
Expedicionario de dos mil hombres, se aleja de la ciudad y de la provincia, y
se interna en el desierto por más de mil kilómetros hasta el Paralelo 42,
alternativamente combatiendo y negociando con los caciques indios.
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