William Parish Robertson |
EL COMBATE DE SAN LORENZO
POR WILLIAM PARISH ROBERTSON
Por: Roberto Antonio
Lizarazu
En ocasión de publicarse en
este mismo blog, el breve apunte titulado El
bayo de Pablo Rodrigañez, en fecha 4 de abril de 2012, mencionamos que la noche previa al combate de San Lorenzo,
circunstancialmente se encontraron San martín con William Parish Robertson,
quien es el autor de Letters on Paraguay,
donde da su versión del encuentro y donde a la mañana siguiente es testigo
presencial del combate. William es hermano de John, que aparece por estas
pampas con las invasiones inglesas y
primo de Woodbine Parish, quien fuera embajador británico en Buenos aires por
los años 1825 a
1832 (1).
Por lo que tengo entendido,
William Parish Robertson jamás llegó a conocer la traducción al castellano de
su libro “Letters on Paraguay”. Si bien es verdad que desde fines del siglo
19, varios de nuestros historiados de mayor renombre, manejaron traducciones
parciales correspondientes a las partes que les hacía falta comentar, y también
es probable que contasen con la traducción completa de la obra de Parish
Robertson, realizadas de manera doméstica. Hasta fines del siglo pasado se
podían conseguir en las “librerías de
viejo” diferentes ediciones fraccionadas
de dudosa legalidad de esta obra. Comparando entre ellas se notan numerosas
diferencias en la traducción. Tanto de interpretación como de la simple traducción
del texto originariamente publicado. Resultando algunas de esas diferencias en
la traducción como intencionadamente sospechosas en vez de auténticas. “Letters on Paraguay” merece ser leído con detenimiento y atención,
dejando al margen nuestras propias posiciones ideológicas, que jamás sirvieron
de nada para el entendimiento de los sucesos pasados. (2)
Este trabajo de ninguna manera es mérito del suscripto. Solamente me ocupo de
dar a conocer el trabajo realizado por Robertson en escribirlo, del doctor José
Luis Busaniche en recopilarlo y del Instituto Nacional Sanmartiniano, en
publicarlo en Concurso Nacional 2008, Relatos Contemporáneos, Texto Nº 043.
Recopila el doctor Busaniche: Sabido
es que San Martín se incorporó al ejército de la revolución con el grado de
teniente coronel y formó el cuerpo de granaderos a caballo, con el que
intervino en la revolución del 8 de octubre de 1812, derrocando al primer
triunvirato. Nombrado coronel, en diciembre de 1812, fue encargado de vigilar
las costas del Río Paraná, asoladas por una escuadrilla española procedente de
Montevideo. El 3 de febrero de 1813, inició San Martín sus empresas guerreras
con el combate de San Lorenzo. Testigo de ese episodio fue Guillermo Parish
Robertson, comerciante inglés, poco antes llegado al país y que se encaminaba
al Paraguay por Santa Fe, en un destartalado carruaje. Robertson relata su
encuentro con San Martín, a quien ya conocía, y describe el combate de San
Lorenzo en su libro "Letters on Paraguay".
Por la tarde del quinto día llegamos a la
posta de San Lorenzo, distante como dos leguas del convento del mismo nombre,
construido sobre las riveras del Paraná, que allí son prodigiosamente altas y empinadas. Allí nos
informaron haberse recibido órdenes de no permitir a los pasajeros seguir desde
aquel punto, no solamente porque era inseguro a causa de la proximidad del
enemigo, sino porque los caballos habían sido requisados y puestos a
disposición del Gobierno y listos para, al primer aviso, ser internados o
usados en servicio activo. Yo había temido encontrar tal interrupción durante
todo el camino porque sabía que los marinos en considerable número estaban en
alguna parte del río; y cuando recordaba mi delincuencia en burlar su bloqueo,
ansiaba caer en manos de cualquiera menos en las suyas. Todo lo que pude
convenir con el maestro de posta fue que si los marinos desembarcaban en la
costa, yo tendría dos caballos para mí y mi sirviente, y estaría en libertad de
internarme con su familia, a un sitio conocido por él, donde el enemigo no
podría seguirnos. En ese rumbo, sin embargo, me aseguró que el peligro
proveniente de los indios era tan grande como el de ser aprisionado por los
marinos; así es que Scylla y Caribdis (3)
estaban lindamente ante mis ojos. Había visto ya bastante de Sud América, para
acoquinarme ante peligrosas perspectivas.
"Antes de desvestirme, hice mi ajuste de
cuentas con el maestro de posta y, cuando quedó arreglado, me retiré al
carruaje, transformado en habitación para pasar la noche, y pronto me
dormí." No habían corrido muchas horas cuando desperté de mi profundo
sueño a causa del tropel de caballos, ruido de sables y rudas voces de mando a
inmediaciones de la posta. Vi confusamente en las tinieblas de la noche los
tostados rostros de dos arrogantes soldados en cada ventanilla del coche. No
dudé estar en manos de los marinos.
¿Quién está ahí?, dijo autoritariamente uno
de ellos. "Un viajero",
contesté, no queriendo señalarme inmediatamente como víctima, confesando que
era inglés. "Apúrese", dijo la misma voz y salga". En ese momento se acercó a la
ventanilla una persona cuyas facciones no podía distinguir en lo obscuro, pero
cuya voz estaba seguro de conocer, cuando dijo a los hombres: "No sean
groseros; no es enemigo, sino, según el maestro de posta me informa, un
caballero inglés en viaje al Paraguay".
Los hombres se retiraron y el oficial se
aproximó más a la ventanilla. Confusamente, como pude entonces discernir sus
finas y prominentes facciones, combinando sus rasgos con el metal de voz, dije:
Seguramente usted es el coronel San Martín, y, si es así, aquí está su amigo mister
Robertson.
El reconocimiento fue instantáneo, mutuo y
cordial; y él se regocijó con franca risa cuando le manifesté el miedo que
había tenido, confundiendo sus tropas con un cuerpo de marinos. El coronel entonces
me informó que el Gobierno tenía noticias seguras de que los marinos españoles
intentarían desembarcar esa misma mañana, para saquear el país circunvecino y
especialmente el convento de San Lorenzo. Agregó que para impedirlo había sido
destacado con ciento cincuenta Granaderos a caballo de su Regimiento; que había
venido (andando principalmente de noche para no ser observado) en tres noches
desde Buenos Aires. Dijo estar seguro de que los marinos no conocían su
proximidad y que dentro de pocas horas esperaba entrar en contacto con ellos.
“Son doble en número", añadió el
valiente coronel, "pero por eso no creo que tengan la mejor parte de la
jornada".- "Estoy seguro que no", dije; y descendiendo sin
dilación empecé con mi sirviente a buscar a tientas, vino con que refrescar a
mis muy bien venidos huéspedes. San Martín había ordenado que se apagaran todas
las luces de la posta, para evitar que los marinos pudiesen observar y conocer
así la vecindad del enemigo. Sin embargo, nos manejamos muy bien para beber
nuestro vino en la oscuridad y fue literalmente la copa del estribo; porque
todos los hombres de la pequeña columna estaban parados al lado de sus caballos
ya ensillados, y listos para avanzar, a la voz de mando, al esperado
campo del combate. No tuve dificultad de persuadir al general que me permitiera
acompañarlo hasta el convento.
"Recuerde solamente", dijo,
"que no es su deber ni oficio pelear. Le daré un buen caballo y si usted
ve que la jornada se decide contra nosotros, aléjese lo más ligero posible.
Usted sabe que los marineros no son de a caballo". A este consejo prometí
sujetarme y, aceptando su delicada oferta de un caballo excelente y estimando
debidamente su consideración hacia mí, cabalgué al costado de San Martín cuando
marchaba al frente de sus hombres, en obscura y silenciosa falange. Justo antes
de despuntar la aurora, por una tranquera en el lado del fondo de la
construcción, llegamos al convento de San Lorenzo, que quedó interpuesto entre el Paraná y las tropas de
Buenos Aires y ocultos todos los movimientos a las miradas del enemigo. Los
tres lados del convento visibles desde el río, parecían desiertos; con las
ventanas cerradas y todo en el estado en que los frailes atemorizados se
supondría lo habían abandonado en su fuga precipitada, pocos días antes. Era en
el cuarto lado y por el portón de entrada al patio y claustros que se hicieron
los preparativos para la obra de muerte. Por este portón, San Martín
silenciosamente hizo desfilar sus hombres, y una vez que hizo entrar los dos
escuadrones en el cuadrado, me recordaron, cuando las primeras luces de la
mañana apenas se proyectaban en los claustros sombríos que los protegían, la
banda de griegos encerrados en el interior del caballo de madera tan fatal para
los destinos de Troya. El portón se cerró para que ningún transeúnte importuno
pudiese ver lo que adentro se preparaba. El coronel San Martín, acompañado por
dos o tres oficiales y por mí, ascendió al campanario del convento y con ayuda
de un anteojo de noche y por una ventana trasera trató de darse cuenta de la
fuerza y movimientos del enemigo. Cada momento transcurrido, daba prueba más
clara de su intención de desembarcar; y tan pronto como aclaró el día
percibimos el afanoso embarcar de sus hombres en los botes de siete barcos que
componían su escuadrilla. Pudimos contar claramente alrededor de trescientos veinte
marinos y marineros desembarcando al pie de la barranca y preparándose a subir
la larga y tortuosa senda, única comunicación entre el convento y el río. Era
evidente, por el descuido con que el enemigo ascendía el camino, que
estaba desprevenido de los preparativos hechos para recibirlo, pero San Martín
y sus oficiales descendieron de la torrecilla, y después de preparar todo para
el choque, tomaron sus respectivos puestos en el patio de abajo. Los hombres
fueron sacados del cuadrángulo, enteramente inapercibidos, cada escuadrón
detrás de una de las alas del edificio. San Martín volvió a subir al campanario
y, deteniéndose apenas un momento, volvió a bajar corriendo, luego de decirme
"Ahora, en dos minutos más estaremos sobre ellos, sable en mano".
Fue un momento de intensa ansiedad para mí.
San Martín había ordenado que se apagaran todas las luces de la posta, para
evitar que los marinos pudiesen observar y conocer así la vecindad del enemigo.
Sin embargo, nos manejamos muy bien para beber nuestro vino en la oscuridad y
fue literalmente la copa del estribo; porque todos los hombres de la pequeña
columna estaban parados al lado de sus caballos ya ensillados, y listos para
avanzar, a la voz de mando, al esperado campo del combate. No tuve dificultad
de persuadir al general que me permitiera acompañarlo hasta el convento.
"Recuerde solamente", dijo, "que no es su deber ni oficio
pelear. Le daré un buen caballo y si usted ve que la jornada se decide contra
nosotros, aléjese lo más ligero posible. Usted sabe que los marineros
no son de a caballo". A este consejo prometí sujetarme y, aceptando su
delicada oferta de un caballo excelente y estimando debidamente su consideración
hacia mí, cabalgué al costado de San Martín cuando marchaba al frente de sus
hombres, en obscura y silenciosa falange. Justo antes de despuntar la aurora, por
una tranquera en el lado del fondo de la construcción, llegamos al convento de
San Lorenzo, que quedó interpuesto entre el Paraná y las tropas de
Buenos Aires y ocultos todos los movimientos a las miradas del enemigo. Los
tres lados del convento visibles desde el río, parecían desiertos; con las
ventanas cerradas y todo en el estado en que los frailes atemorizados se
supondría lo habían abandonado en su fuga precipitada, pocos días antes. Era en
el cuarto lado y por el portón de entrada al patio y claustros que se hicieron
los preparativos para la obra de muerte. Por este portón, San Martín silenciosamente
hizo desfilar sus hombres, y una vez que hizo entrar los dos escuadrones en el
cuadrado, me recordaron, cuando las primeras luces de la mañana apenas se
proyectaban en los claustros sombríos que los protegían, la banda de griegos
encerrados en el interior del caballo de madera tan fatal para los destinos de
Troya. El portón se cerró para que ningún transeúnte importuno pudiese ver lo
que adentro se preparaba. El coronel San Martín, acompañado por dos o tres
oficiales y por mí, ascendió al campanario del convento y con ayuda de un
anteojo de noche y por una ventana trasera trató de darse cuenta de la fuerza y
movimientos del enemigo. Cada momento transcurrido, daba prueba más clara de su
intención de desembarcar; y tan pronto como aclaró el día percibimos el afanoso
embarcar de sus hombres en los botes de siete barcos que componían su escuadrilla.
Pudimos contar claramente alrededor de trescientos veinte marinos y marineros
desembarcando al pie de la barranca y preparándose a subir la larga y tortuosa senda,
única comunicación entre el convento y el río. Era evidente, por el descuido
con que el enemigo ascendía el camino, que estaba desprevenido de los
preparativos hechos para recibirlo, pero San Martín y sus oficiales descendieron
de la torrecilla, y después de preparar todo para el choque, tomaron sus
respectivos puestos en el patio de abajo. Los hombres fueron sacados del
cuadrángulo, enteramente inapercibidos, cada escuadrón detrás de una de las
alas del edificio. San Martín volvió a subir al campanario y, deteniéndose
apenas un momento, volvió a bajar corriendo, luego de decirme: “Ahora, en dos
minutos más estaremos sobre ellos, sable en mano".
Fue un momento de intensa ansiedad para mí.
San Martín había ordenado a sus hombres no disparar un solo tiro. El enemigo
aparecía a mis pies seguramente a no más de cien yardas. Su bandera flameaba
alegremente, sus tambores y pitos tocaban marcha redoblada, cuando en un
instante y a toda brida los dos escuadrones desembocaron por atrás del convento
y flanqueando al enemigo por las dos alas, comenzaron con sus lucientes sables
la matanza, que fue instantánea y espantosa. Las tropas de San Martín
recibieron una descarga solamente, pero desatinada, del enemigo; porque, cerca
de él, como estaba la caballería, sólo cinco hombres cayeron en la embestida
contra los marinos. Todo lo demás fue derrota, estrago y espanto entre aquel
desdichado cuerpo. La persecución, la matanza, el triunfo, siguieron al asalto
de las tropas de Buenos Aires. La suerte de la batalla, aun para un ojo
inexperto como el mío, no estuvo indecisa tres minutos. La carga de los dos
escuadrones, instantáneamente rompió las filas enemigas y desde aquel momento
los fulgurantes sables hicieron su obra de muerte tan rápidamente que en un cuarto de
hora el terreno estaba cubierto de muertos y heridos. Un grupito de españoles
había huido hasta el borde de la barranca; y allí, viéndose perseguidos por una
docena de granaderos de San Martín, se precipitaron barranca abajo y fueron
aplastados en la caída. Fue en vano que el oficial a cargo de la partida les
pidiera se rindiesen para salvarse. Su pánico les había privado completamente
de la razón, y en vez de rendirse como prisioneros de guerra, dieron el
horrible salto que los llevó al otro mundo y dio sus cadáveres, aquel día, como
alimento a las aves de rapiña. De todos los que desembarcaron, volvieron a sus
barcos apenas cincuenta. Los demás fueron muertos o heridos, mientras San
Martín solamente perdió en el encuentro, ocho de sus hombres. La excitación
nerviosa proveniente de la dolorosa novedad del espectáculo, pronto se
convirtió en mi sentimiento predominante; y quedé contentísimo de abandonar el
todavía humeante campo de la acción. Supliqué a San Martín, en consecuencia,
que aceptase mi vino y provisiones en obsequio a los heridos de ambas partes, y
dándole un cordial adiós, abandoné el teatro de la lucha, con pena por la
matanza, pero con admiración por su sangre fría e intrepidez. Esta batalla (si
batalla puede llamarse) fue, en sus consecuencias, de gran provecho para todos
los que tenían relaciones con el Paraguay, pues los marinos se alejaron del río
Paraná y jamás pudieron penetrar después en son de hostilidades." G. P.
Robertson
OBSERVACIONES
(1) Los hermanos William y John Robertson son
primos del embajador británico Woodbine Parish, quien es uno de los firmantes
el 2 de febrero de 1825 del Tratado de Amistad, Comercio y Navegación entre
Gran Bretaña y las Provincias Unidas del Río de la Plata. Por
las Provincias Unidas el firmante fue Manuel José García, en su carácter de
Ministro Secretario en los Departamentos de Gobierno, Hacienda y Relaciones
Exteriores del Ejecutivo Nacional, ejercido por el gobernador de la provincia
de Buenos Aires, el general Juan Gregorio de Las Heras. Woodbine Parish es el autor de Buenos Aires y las Provincias del Río de la Plata, editado en Londres en 1839.
(2) Fueron constante las interpretaciones
capciosas de diversos autores
rivadavianos y academicistas, que derivaron de este casual encuentro entre San Martín y un súbdito
inglés. Molesta tanto los “errores” de traducción del relato de Robertson,
porque sirven a los propósitos de estos personajes que interpretan cualquier
encuentro de San Martín con un súbdito británico, como la demostración palpable
de la tutoría de la Lautaro
sobre las acciones de nuestro máximo prócer en toda su campaña libertadora. Son
innumerables los británicos a los que se les atribuye funciones de contralor y tutoría de la logia
mencionada.
(3) Scylla y
Caribidis es la versión inglesa del latin Escila y Caribdis, que son dos monstruos marinos de la
mitología griega, que situados
en orillas opuestas de un estrecho canal de agua, y ubicados cerca de ambas
orillas, los marinos intentando evitar a Caribdis pasarían muy cerca de Escila
y viceversa. Posteriormente, la tradición identificó a este lugar con el Estrecho
de Mesina, entre Italia y Sicilia. El
que pasa, siempre está cerca de alguna de las orillas. Desde la Odisea
hasta la historia contemporánea, esta disyuntiva aparece reiteradamente. Una de
las últimas corresponde a la Invasión Aliada por el Sur de
Italia, precisamente por Mesina.
Ponderable narración de los sucesos ocurridos en la Batalla de San Lorenzo, con un testigo real que comenta su encuentro con nuestro Gral San Martín, incipiente accionar, la primer lucha en defensa de la Patria, la he leido repetidas veces, tan vividos momentos increíble, cuando se profundiza la historia con maestros como los que han participado en este trabajo, recién uno se da cuenta de la realidad que vivieron nuestros próceres.
ResponderEliminarApreciado Sarsotti Iturraspe. Es verdad uno nunca toma verdadera dimensión de las acciones de estos próceres. Estamos tan preocupados por la politiquería mediática que no podemos mensurar las notables acciones de los que nos precedieron. Afectuosos saludos.
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