La publicación de estos apuntes sobre Historia Argentina, no tienen otra pretensión que prestar ayuda, tanto a estudiantes como a profesores de la materia en cuestión.

Muchos de ellos, simplemente son los apuntes confeccionados por el suscripto, para servir como ayuda memoria en las respectivas clases de los distintos temas que expusiera durante mi práctica en el Profesorado. Me daría por muy satisfecho si sirvieran a otras personas para ese objetivo.

Al finalizar cada apunte, o en el transcurso del mismo texto se puede encontrar la bibliografía correspondiente a los diferentes aspectos mencionados.

Al margen de ello invitaremos a personas que compartan esta metodología, a sumarse con nuevos apuntes de Historia Argentina.




Profesor Roberto Antonio Lizarazu

roberto.lizarazu@hotmail.com



jueves, 6 de marzo de 2014

Coronel Martiniano Chilavert
 
CORONEL MARTINIANO CHILAVERT - UN HEROE OLVIDADO POR LA HISTORIA LIBERAL

Por: Prudencio Martínez Zuviría

Nació en Buenos Aires en el año 1801, hijo del capitán Francisco Chilavert, quien luego de algunos años de residencia en el Río de la Plata, regresa a España. El joven Chilavert retorna a Buenos Aires en 1812 en la fragata “George Cánning”, siendo sus compañeros de travesía, José de San Martín; Carlos Alvear; Matías Zapiola y otros conocidos de la epopeya libertadora.

En Europa había realizado estudios matemáticos que prosigue en Buenos Aires incorporándose, posteriormente, como cadete del  Regimiento de Granaderos de Infantería. 

Estuvo al lado del general Carlos Alvear en el golpe del 25 de mayo de 1820, junto con otros jefes se apoderó del cuerpo de “Aguerridos” en el cuartel de Retiro. Participó en la victoria de la “Cañada de la Cruz”. Siguió a Alvear hasta Santa Fe donde Estanislao López los desterró a la Banda Oriental.

A comienzos de 1821, con la conclusión de los conflictos de la anarquía del 20, Chilavert obtiene la baja del Ejército, retorna a los estudios siendo ayudante de la cátedra de matemáticas del prestigioso Felipe Senillosa. Se recibe de ingeniero en 1824.

Cuando Brasil declara la guerra a las Provincias Unidas, Chilavert se incorpora rápidamente al ejército en 1825, ascendiendo a capitán al año siguiente, en el 1er. Escuadrón del Regimiento de Artilleria Ligera.

Sirvió en la batalla de Ituzaingó a las órdenes del coronel Tomás de Iriarte. En dicha acción de guerra Chilavert es ascendido al cargo de Sargento Mayor en el mismo campo de batalla.

También se destacó en la batalla del “Puerto del Salado”. En 1828, a órdenes de Fructuoso Rivera, combatió a las fuerzas imperiales de Brasil que operaban en las Misiones donde le sorprende la deshonrosa paz firmada por Rivadavia con el Imperio.

Al regresar a Buenos Aires ya se había producido el motín unitario de diciembre y el asesinato de Dorrego. Chilavert se adhiere al bando unitario que comandaba Lavalle, quienes fueron derrotados por Rosas y Estanislao López en Puente de Márquez. Marchó al destierro a la Banda Oriental, desde allí participó en nuevos intentos de alzamiento de las provincias litoraleñas aliado, también, a Ricardo López Jordán, pero fracasaron. Regresó a Uruguay y sobrellevó el ostracismo y la inactividad militar hasta 1836. Al producirse la sublevación de Fructuoso Rivera contra Manuel Oribe, presidente de la Banda Oriental, se alista con el grado de coronel del ejército de Rivera.

En el año 1839 llega Chilavert a Montevideo siendo reclutado por la emigración argentina en pleno desarrollo de la guerra contra Rosas. Chilavert llegaba enojado y decepcionado con Rivera por la incapacidad militar y desmanejos del caudillo oriental.

Acompaña a Lavalle, en la invasión a la isla Martín García, quien lo designa jefe de Estado Mayor pero esta amistad se quebrara porque Chilavert está en desacuerdo con la desastrosa conducción de Lavalle del ejército invasor al que éste denomina pomposamente “Legión Libertadora”.

En la sangrienta batalla de “Arroyo Grande”, en 1842, Chilavert manda la artillería prodigándose y combatiendo con valor, pero el bravo ejército federal obtiene una trascendental victoria en donde Chilavert cae prisionero junto con el parque, bagajes y caballada. En esa acción Rivera huye cobardemente, arrojando su chaqueta bordada, su espada y sus pistolas, para no ser reconocido.

En la reunión de la noche del 3 de febrero de 1843, Rivera propuso, la erección de un estado entre los ríos Paraná y Uruguay, cuestión que ya había sido conversada con el ministro brasileño Sinimbú. En ese momento Chilavert encaró a Rivera y le espetó “hace tiempo que veo que la guerra que Ud. hace no es a Rosas sino a la República Argentina, ya que su lucha es una cadena de coaliciones con el extranjero...

...Si es cierto que algunos argentinos trabajan el proyecto de segregar dos provincias argentinas para debilitar el poder de Rosas, la lengua humana, cien veces los llamaría, traidores a la Patria... El pérfido Rivera argumentó que eran cosas de la diplomacia!”

Paz comandó la defensa de Montevideo designándolo jefe de la artillería. Pero chocaba constantemente con los jefes de la plaza, especialmente, con el Gral. Pacheco y Obes, cuyas medidas de guerra comentaba y censuraba públicamente, por lo que le arrestaron, pero a los pocos días logró fugarse, emigrando al Brasil.

En esa época tomó conocimiento del Combate de la Vuelta de Obligado, donde las fuerzas argentinas enfrentaron a la poderosa escuadra anglo-francesa. Esto produjo una reacción inmediata en Chilavert.

En mayo de 1846, Chilavert se dirigía desde San Lorenzo (Río Grande) al general Oribe, pidiendo el honor de servir a su patria (la Confederación Argentina), en los términos siguientes:

“Excmo. Sr. Presidente de la República Oriental del Uruguay.
San Lorenzo (Río Grande del Sur), mayo, 11 de 1846.

Mi general: En otras ocasiones V.E. se digno ofrecerme todas las garantías necesarias para volver a mi país.  Sobre si debía o no admitir esta oferta, apelo al fallo de V.E. Abrazado había a un partido a quien el infortunio oprimía: forzoso era serle consecuente y leal pero esta consecuencia y esta lealtad no podían ser indefinidas.


En todas las posiciones en que el destino me ha colocado, el amor a mi país ha sido siempre el sentimiento más enérgico de mi corazón. Su honor y su dignidad me merecen un religioso respeto. 

Considero el más espantoso crimen llevar contra él, las armas del extranjero. Vergüenza y oprobio recogerá el que así proceda; y en su conciencia llevara eternamente un acusador implacable que sin cesar le repetirá: traidor! traidor! traidor!
Conducido por estas convicciones, me repute desligado del partido a quien servia, tan luego como la intervención binaria de la Inglaterra y de la Francia se realizo en los negocios del Plata; y decidí retirarme a la vida privada, a cuyo efecto pedí al gobierno de Montevideo mi absoluta separación del servicio, como se impondrá V.E. por la copia de la solicitud que tengo el honor de acompañar.

Esta era mi intención cuando llegaron a mis manos en el retiro en que me hallo, algunos periódicos que me impusieron de las ultrajantes condiciones a que pretenden sujetar a mi país los poderes interventores; del modo inicuo como se había tomado su escuadra, hecho digno de registrarse en los anales de Borgia. 

Ví también propagadas doctrinas que tienden a convertir el interés mercantil de la Inglaterra en un centro de atracción al que deben subordinarse los más caros de mi país, y al que deben sacrificar su honor y su porvenir. La disolución misma de su nacionalidad se establece como principio.

El cañón de Obligado contestó a tan insolentes provocaciones. 
Su estruendo resonó en mi corazón. 
Desde ese instante un solo deseo me anima: el de servir a mi patria en esta lucha de justicia y de gloria para ella.
Todos los recuerdos gloriosos de nuestra inmortal revolución en que fui nombrado, se agolpan. 

Sus cánticos sagrados vibran en mi oído. Sí, es mi patria grande y majestuosa, dominando al Aconcagua y Pichincha, anunciándose al mundo por esta sublime verdad: existo por mi propia fuerza.

Irritada ahora por injustas ofensas, pero generosa, acredita que podrá quizás ser vencida, pero que dejará por trofeos una tumba flotando en un océano de sangre, alumbrada por las llamas de sus lares incendiados.

La felicito por su heroica resolución, y oro por la conservación del gobierno que tan dignamente la representa, y para que lo colme del espíritu de sabiduría.
Al ofrecer al gobierno de mi país mis débiles servicios por la benévola mediación de V.E. nada me reservo.
Lo único que pido es que se me conceda el más completo y silencioso olvido sobre lo pasado. 
No porque encuentre en mi conducta algo que me pueda reprochar. ¿Podrá un hombre deprimir al partido a quien sirvió con el mayor celo y ardor sin deprimirse a sí mismo?
En el templo de Delfos se leía la siguiente inscripción: “que nadie se aproxime aquí si no trae las manos puras”. Mi única ambición es la de presentarme siempre digno de pertenecer a mi esclarecida patria, y del aprecio de los hombres de bien.

Ruego a V.E. se digne elevar al conocimiento del superior gobierno de la Confederación Argentina mis ardientes deseos de servirlo en la lucha santa en que se halla empeñado, y mis sinceros votos por su dicha, seguro de que nunca tendrá V.E. de que arrepentirse de haber dado este paso.
Martiniano Chilavert.”

El general Oribe, en Diciembre de 1846 le contestó, pidiéndole que se traslade a Cerro Largo. A principios de 1847 Chilavert llegó a Buenos Aires. Organizado el ejército federal por Ángel Pacheco, para resistir el levantamiento de Urquiza, Rosas designó a Chilavert al mando de la artillería.
A principios de 1847 Chilavert se trasladó Buenos Aires y Rosas le encomendó el mando de un cuerpo de artillería. En 1851 tenía el comando del Regimiento de artillería ligera. En octubre de ese año, con muchos otros jefes, reiteró su adhesión al Gobierno, amenazado por el pronunciamiento de Urquiza.

Al coronel Chilavert se le dio el mando en jefe de la artillería rosista. Integró la famosa junta de guerra que reunió a los jefes federales la noche anterior a la batalla de Caseros.

Chilavert ubicó su artillería en el palomar de Caseros donde emplazó treinta cañones que apuntaban directamente a las fuerzas brasileñas provocándoles numerosas bajas.
Chilavert resistió hasta la última munición, con 300 artilleros soportó durante toda la contienda a casi 12.000 brasileños, hasta que la superioridad numérica y el agotamiento de las municiones rindieron al bravo coronel.

Nos relata don Adolfo Saldías en su Historia de Rozas:
"… La división oriental (al mando del general uruguayo don César Díaz) fue contenida con un vigoroso fuego de cañón y de fusíl, y su posición se hizo más crítica cuando, por sobre no ser secundada por el centro, apareció por su flanco la división Sosa que Rozas lanzó allí oportunamente. Según lo afirma el general César Díaz, el jefe brasilero le pidió le indicase la cooperación que hubiere menester, para ponerse en actividad; y Díaz le respondió que avanzase atrayendo la atención del enemigo que tenia al frente a fin de que él pudiese hacer efectivo su ataque. El jefe brasilero mandó entonces dos batallones en protección de la izquierda y avanzó con el resto de su división. 

Pero enfrente tenía a Chilavert, cuando los imperiales se pusieron a tiro, Chilavert rompió uno de esos fuegos sostenidos, calculados para la muerte y el estrago sobre el principio matemático a que él subordinaba toda su táctica. La artillería imperial, con ser más poderosa, apagó sus fuegos porque contra ella asesto sus punterías Chilavaert. Las infanterías intentaron rehacerse varias veces, pero tuvieron que dar vuelta caras dejando en el campo como 500 hombres fuera de combate.
Cuando Rozas vio destruida su ala izquierda e impotente o dispersada su ala derecha, comprendió que asistía a su derrota, y acordándose de las observaciones acertadísimas de los coroneles Chilavert y Díaz, juzgó que el centro podía todavía efectuar una retirada a la ciudad operando un cambio de frente sobre el enemigo y dejando a su espalda la línea de Buenos Aires. Cuando seguía la línea tras el ayudante que llevaba esta orden, en dirección a la extremidad del centro, pasó por su lado a buen galope un soldado disperso de la izquierda. Déme las boleadoras, díjole al trompa. Y alargándoselas éste, y midiéndolas él en razón de la longitud de sus brazos abiertos, hízolas revolear por sobre su cabeza y las lanzó tan diestramente que se enredaron en las patas delanteras del caballo del soldado. En la más completa tranquilidad de ánimo ordenó al coronel Bustos que cargase una columna flanqueadora que pretendía envolverlas y se colocó en el centro
de las brigadas de Chilavert y Díaz que operaban el cambio de frente bajo los fuegos enemigos y que con la división Sosa formaban un total de 3500 hombres resueltos y aguerridos. 

Aquí fue propiamente el rudo batallar de Caseros, porque el general Urquiza hizo converger a este punto a todas las fuerzas disponibles del ejército aliado vencedor en las dos alas de su línea. Pero las baterías de Chilavert y las líneas de Díaz eran muralla formidable contra aquella masa que porfiaba por envolverlos. Los claros que proyectaban cubríanse con nuevos combatientes que surgían de todos lados. Esta partida a muerte no podía ser de larga duración, Después de una hora de rudo combatir a pie firme, los batallones de Díaz disminuidos, cercados , exhaustos de fatiga y faltos de municiones, iniciaron un movimiento de retirada apoyando su flanco con líneas de tiradores a lo largo de un zanjío y cerco de tunas.

Chilavert no había cesado de hacer fuego desde el comienzo de la batalla se encontró mas comprometido todavía. Cuando contó sus pocas municiones y se vio con poco más de 300 artilleros enfrente de 12.000 enemigos que no habían podido tomarle todavía sus cañones, debió creer que en justicia el triunfo sobre él sería una derrota para quien lo obtuviese. Y cuando sus oficiales y sus sargentos le pedían balas y ya no las había, Chilavert les hacía recoger los proyectiles esparcidos para hacer sus últimos tiros. Y cuando ya no quedaba nada con que hacer fuego y los soldados se batían como podían. Chilavert encontró todavía un proyectil y rasgando su poncho le ordenó al sargento Aguilar que cargase por la última vez un cañón. El mismo hizo la puntería al blanco certero que le presentó una columna brasilera, la cual no tomó en vano esos cañones. Y fuerte en el orgullo de los que caen por sus convicciones; arrogante y fiero como esos brillantes caballeros que conceptuaban su vida de prestado después de rendir su espada al enemigo, esperó apoyado en un cañón a los que venían a tomarlo.
Pero son las almas superiores las que aprecian estos atributos de las almas grandes. Por haber hecho noble gala de ellos Chilavert fue víctima de la sangrienta venganza de los pequeños.”

Se detalla en Revisionistas, Fusilamiento de Martiniano Chilavert, lo siguiente: Casi al finalizar la batalla de Caseros, los únicos federales que mantenían su posición a toda costa, eran los infantes Pedro Díaz y la artillería del coronel Martiniano Chilavert. Escondidos tras nubes de humo negro, disparaban con todo lo que tenían. Al acabárseles las balas y la metralla, cargaron piedras y cascotes del palomar que se caía a pedazos. Cuando los cañones se pusieron al rojo vivo, les arrojaron baldazos de agua. Y cuando faltó el agua, los soldados se turnaron para orinar sobre las moles humeantes. La infantería seguía repeliendo el ataque, pero paso a paso las fuerzas de Urquiza iban concentrándose sobre estos valientes, haciendo imposible toda resistencia. Sin municiones ni esperanzas, los artilleros comenzaron a huir a medida que los infantes de Díaz retrocedían.

Una polvareda indicaba el retorno de Lamadrid, que en el fragor de la carga se había desviado como una legua de su blanco. Ahora volvía al campo de batalla cuando poco podía hacer. Chilavert continuó disparando hasta que no tuvo absolutamente nada más que arrojarle al enemigo. “Mierda” dijo el coronel. “Una y mil veces mierda”.

Con la última bala que le quedaba, apuntó personalmente hacia los imperiales que avanzaban sobre su posición.

Solo, sin hombres, ni balas, ni ganas de seguir peleando, el coronel Chilavert volvió a colocarse la guerrera azul con vivos rojos, sobre su camisa negra de humo y sudor. Despidió al sargento Aguilar y encendió un cigarrillo con la brasa de los fogones.

El coronel se sentó a esperar la muerte que se avecinaba, cuando de pronto el capitán Alamán se acercó apuntándole con su revolver: “Ríndase oficial. Usted es mi prisionero”.

El capitán no tenía la menor idea de con quien estaba hablando. Chilavert se puso de pie con infinito cansancio. Sacó su pistola del cinto y le dijo al capitán con su voz de cañones, mientras le apuntaba: “Si me toca, señor oficial, le levanto la tapa de los sesos, pues yo lo que busco es a un oficial superior para
entregar mis armas”.

Alamán, intimado por la firmeza de la actitud, mandó a buscar al coronel Virasoro. Sin soltar el arma, Chilavert se quedó en silencio pitando su cigarro. Cientos de soldados se acercaron para ver el espectáculo. El prisionero amenazaba al oficial que lo intimaba a rendirse. Mudos esperaron el desenlace. A poco llegó Virasoro, deteniendo su overo a poca distancia de Chilavert.

-Aquí estoy, coronel –anunció sin apearse del caballo-. Soy el coronel Virasoro.

Chilavert se acercó y le extendió su pistola y su sable: – Señor coronel, aquí me tiene a su disposición. Le aclaro que no puedo caminar. Si me quita el caballo, prefiero que use esa arma para pegarme cuatro tiros acá mismo.

No tema usted, coronel Chilavert.
-¿Cómo sabe mi nombre? –dijo asombrado.
-Quién no conoce su fama, coronel….

Chilavert le devolvió una ligera reverencia. Venciendo el dolor, montó a un caballo que le acercaron.

-Ahora lléveme con su general, coronel.
-A la orden –dijo Virasoro, marcando el camino hacia Palermo.

El coronel Martiniano Chilavert fue conducido a Palermo, donde Urquiza había organizado su Estado mayor y el gobierno provisorio de la ciudad. Permaneció sentado sobre uno de los bancos del jardín. Aunque Virasoro había dado la orden de permitirle montar a caballo, Chilavert debió caminar las últimas cuadras hasta Palermo, entre dolores brutales y el cansancio. Mientras se recuperaba, veía como oficiales y edecanes entraban y salían de las habitaciones, llevando y trayendo muebles. Entre ellos le llamó la atención un hombre de unos cuarenta y cinco, quizás cincuenta años, pelado y con bigote unitario, vestido con un uniforme exuberante, a la moda del ejército francés. Chilavert, que había pasado casi toda su vida entre los ejércitos nacionales, no conocía, ni había escuchado
hablar de semejante personaje. Curioso, detuvo a uno de los oficiales que lo había apresado.

- Perdóneme la pregunta, pero podría usted decirme quien es ése de quepis azul.
-¿Cuál? –preguntó el oficial.
-Ese de uniforme azul con galones…. Ese con plumas de general.
-Ah, ése….. El de las plumas. Es el boletinero del ejército.
-¿Hasta tienen boletinero? –se asombró Chilavert, ya que en cuarenta años de guerra, pocas veces había servido en ejército alguno que contara con semejante lujo.

-Si es uno de los nuevos amigos del general. Creo que se llama Sarmiento, Domingo Sarmiento, y me parece que anda medio chiflado.

El nombre le sonaba a Chilavert. Era uno de esos unitarios que, desde Chile, descargaban su pluma contra el régimen de Rosas. Vaya forma de conocerlo.

El coronel anduvo por horas sentado, esperando. Pensaba en su esposa, en su hijo. Pensaba en el día en que lo conoció a San Martín. Pensaba en su padre. En las batallas que ganó y en las que perdió. Pensaba en Lavalle y en Oribe, en Rivera y en Paz. En esas horas más de una vez tuvo ocasión de escaparse. El desorden era absoluto. Pero no quiso. Aceptaba su condición mansamente.

Como oficial y caballero, él era un prisionero de guerra que no iba a aprovecharse de las ventajas que el enemigo le daba. Una cosa era una batalla. Otra era asumir su papel de oficial prisionero. El mismo se había entregado y no iba a faltar a su palabra. Así permaneció hasta que una voz sonó a sus espaldas. Un soldado con pechera blanca sobre su blusa punzó estaba parado a su lado.

-Usted es el coronel Chilavert?
-Para servirle – Contestó
-El general Urquiza desea hablarle.
-Y yo también quiero hablar con su general –se levantó. Vamos pues.

En el camino Chilavert se abrochó la guerrera y pasó sus manos por el cabello desordenado. De poco sirvió, pero tampoco era cuestión de presentarse ante Urquiza como un reo, aunque lo fuera. Llegaron hasta la habitación que le había servido de escritorio a Rosas. Recordó sus paredes, los muebles espartanos, la lámpara de aceite, los pocos libros dispersos en la biblioteca. El soldado golpeó la puerta. Una voz grave ordenó que pasara. Chilavert entró solo al cuarto. Allí estaba el generalísimo Justo José de Urquiza, Comandante en Jefe del Ejército Grande, gobernador de Entre Ríos y nuevo amo de la Confederación, la República, la dictadura o el orden que él quisiese imponer para manejar los asuntos de la Argentina por los próximos años.

No era alto, aunque sí de aspecto vigoroso, algo entrado en carnes. Tras esos ojos castaños se adivinaba al demonio, evasivo, sensual. Al entrar Chilavert, se puso de pie tras un escritorio lleno de papeles y carpetas en desorden.

-Pase usted, coronel Chilavert. Tome asiento –dijo Urquiza en tono amable, señalando una silla.
-Estoy bien así, general –contestó Chilavert, manteniéndose de pie.
-Por fin nos conocemos, coronel. Me han hablado mucho de usted –dijo Urquiza con un dejo de ironía, mientras encendía un puro.
-Supongo lo que sus nuevos amigos le habrán dicho de mi.
-Cosas buenas y cosas malas coronel. Pero lo importante del caso es que usted se equivocó de tiempo y lugar…

-No hace mucho, ambos estábamos del mismo lado, general.

-La diferencia, coronel, es que no ha sabido adaptarse a estos tiempos que corren. Sabe bien usted, que de persistir con la política de Rosas, el país seguiría en este desorden, en estas miserias sujetas a la voluntad del hombre fuerte de turno. Sin constitución, coronel, jamás podremos organizarnos…

-Eso no le da derecho a que un ejército extranjero invada nuestro país –dijo Chilavert desafiante-. La constitución nos la
podemos dar nosotros, sin esos brasileros esclavistas que tanto dinero le han prestado.

-Y usted. ¿quién es para decirme qué es bueno o malo para este país? –contestó Urquiza poniéndose de pie.

-Un soldado que lleva cuarenta años peleando por su país y que de ninguna manera aceptará que fuerza extranjera alguna pise ésta, mi patria, aunque traigan constitución, emperador y todo el oro del mundo… Mil veces he de morir, antes de sufrir el oprobio de vender mi patria –Chilavert gritó estas últimas palabras.

Urquiza se sentó nuevamente. Hacía calor en la habitación. Las ventanas abiertas no alcanzaban a atenuar la pesadez del clima. Menos aún este coronel insolente y testarudo. Por un instante miró al coronel Martiniano Chilavert de pie, desafiante aun en la desgracia. Indomable, irreductible, así se lo habían descrito. No tenía ni ganas ni tiempo para discutir con este hombre. Llamó al soldado que esperaba afuera.

-Soldado, acompañe al coronel –y mirándolo le dijo con voz cansada: -Vaya usted, nomás, coronel.

Chilavert giró sobre sus talones y marcando el paso salió de la habitación.

Urquiza se quedó pensando por unos minutos. “Mil veces he de morir. Mil veces…”. Llamó a uno de sus edecanes. Le iba a dar el gusto al coronel. “Al coronel Chilavert me lo fusilan por la espalda, como a un traidor”.

Una sensación de paz invadió el espíritu del coronel, mientras era escoltado por el soldado, desandando los senderos de Palermo. Nuevamente lo dejaron en el jardín. Ahora el soldado se quedó cerca. A poco de estar allí, pensando en todo lo que hubiese querido decirle a Urquiza sobre sus socios y alcahuetes, se le acercó un oficial, alto y delgado, con la casaca azul cerrada hasta el cuello a pesar del calor que no cedía.

-Coronel Chilavert, soy el mayor Modesto Rolón – dijo impostando la voz mientras hacía la venia. Chilavert no contestó- Debe acompañarme, coronel.

Sin decir palabra lo siguió. El guardia caminaba tras ellos, a distancia prudencial. Caminaron los senderos del jardín que rodeaba la residencia de Palermo, hasta una de las casas donde se guardaban los elementos de labranza. Seis soldados lo esperaban. Fue entonces cuando Rolón, con tono desprovisto de toda emoción, le comunicó que el general Urquiza, comandante en Jefe del Ejército Grande, gobernador de la provincia de Entre Ríos y encargado de los destinos de la Confederación Argentina, lo condenaba a ser fusilado en forma sumaria. El coronel recibió con calma la noticia que de ninguna forma lo sorprendía. Pidió unos minutos para reconciliarse con el Señor. Se apartó unos metros y lo escucharon rezar un padrenuestro en voz baja.

-Estoy pronto –dijo al fin.

Lo condujeron hasta el paredón.

Allí el coronel le entregó su reloj al mayor Rolón.

-Le pido un favor, mayor, entréguele este recuerdo a mi hijo que vive en la calle Victoria –El mayor asintió. El coronel Virasoro, que hasta ese momento había permanecido ajeno al trámite final, se acercó al pelotón. Chilavert se sacó el tirador y lo arrojó al piso.

-Esto es para ustedes –dijo, dirigiéndose a los soldados-, hay algo de dinero y unos cigarros. Repártanselos. Solo les pido que apunten al pecho.

Sabía que era bueno congraciarse con los verdugos, hacen la muerte más rápida. Con resignada valentía se puso contra la pared. Fue entonces cuando el oficial encargado del pelotón, se acercó a Chilavert y le ofreció un pañuelo para vendarse los ojos. El coronel lo rechazó. Había visto tantas veces la muerte ajena que no le molestaba ver la propia. Casi en un susurro, el mayor Rolón le dijo:

-De espaldas, coronel.
Chilavert lo miró sin entender.
-De espaldas –repitió el oficial-. De espaldas, como un traidor.
Un golpe feroz dio en la cara de Rolón, que cayó unos metros más atrás.
-De espaldas, no. Como un traidor, no. –Se acercaron dos soldados para contenerlo. Sufrieron la misma suerte.

-Como un traidor no, como un traidor, jamás. –Se acercaron los otros soldados del pelotón para contenerlo. Como un puma herido enfrentó a todos. –Tiren acá –decía-. Tiren al pecho, al pecho, que yo no soy un traidor. Traidores son los que venden a esta patria. Tiren al pecho. –Un facón brilló entre los golpes y empujones-. Al pecho, al pecho. Traidores son los que se entregan a un imperio de esclavos por unas monedas. –El filo cayó sobre la espalda del coronel, que ni así dejó de gritar: “al pecho, tiren al pecho”, Otro filo dibujó su trayecto mortal contra el cuerpo del coronel. “Tiren acá”, y peleaba contra todos. Su camisa se tiño de sangre. Una y otra vez los facones y bayonetas se bañaron en esa sangre de valiente, que no dejaba de gritar, mientras se le iba la vida. “¡No soy traidor, no soy traidor!”. Un sable le abrió un tajo en la cabeza. Fue entonces cuando cayó al piso. Virasoro sacó el revolver y descargó sus balas sobre el hombre que todavía no se resignaba a ser fusilado como un traidor. En una convulsión final se señaló el pecho. Con un hilo de voz, murmuró por última vez “como un traidor, no”.

Fuentes:

MARTINIANO CHILAVERT, Un héroe olvidado por la historia oficial. Prof. Lic. Carlos Pachá

FUSILAMIENTO DE MARTINIANO CHILAVERT. Revisionistas. La otra historia de los Argentinos.

HISTORIA DE ROZAS Y DE SU EPOCA. T° III. 1887. Adolfo Saldías.

LA ÚLTIMA BATALLA DEL GENERAL SAN MARTIN. Por. Oscar Fernando Larrosa (h)




No hay comentarios:

Publicar un comentario