TERCERA PARTE
Por: Roberto Antonio Lizarazu
Juntamente con la versión de Elías, esta es la segunda versión de testigos presenciales de los hechos, dado que ambos, Elías y La Madrid estuvieron en el lugar, hablaron con Dorrego y observaron lo ocurrido. Fácilmente se pueden encontrar varias diferencias en las apreciaciones de lo observado; o uno repara en detalles que el otro no menciona. Probablemente la verdad se encuentre en la síntesis de ambas.
Gregorio Aráoz de La Madrid deja estos recuerdos en su clásica “Memoria del General Gregorio Aráoz de La Madrid”. El suscrito toma este texto del volumen segundo de la edición en rústica de EUDEBA, Editorial Universitaria de Buenos Aires, Dos tomos, 1968.
Existieron varias impresiones anteriores a la de EUDEBA, de distintas editoriales pero en la actualidad aún se puede conseguir una notable edición más moderna y de mejor impresión, publicada por la Editorial Elefante Blanco en 1989, con ilustraciones efectuadas por artistas de primer orden, en papel ilustración. Una pequeña joya de la bibliografía histórica argentina.
El General Gregorio Aráoz de La Madrid, (1795-1857) nace en Tucumán y para 1811, a los dieciséis años ya se había alistado en la milicia provincial, donde obtuvo su despacho de Teniente. Desde Vilcapugio, Ayohuma, Venta y Media y Sipe Sipe como oficial de Belgrano, pasando por ayudante de San Martín en varias de sus campañas y llegando hasta Caseros tomó parte en la gran mayoría de los combates por nuestra independencia y en los de la guerra civil entre federales y unitarios hasta Monte Caseros en 1852, donde participó como comandante del ala derecha de la caballería entrerriana-correntina que estaban al mando de Urquiza y de Benjamín Virasoro. Es más fácil si hiciéramos una lista donde no participó, que numerar en las que si lo hizo.
En le guerra civil, aproximadamente entre 1820 y 1852, casi siempre luchó por el bando unitario, pero ¡Oh! sorpresa no siempre fue así, entre 1937 y 1940 ya con el cargo de general, fue uno de los jefes militares más destacados de la Confederación Argentina bajo el mando de Rosas. Este dato se olvida mencionarlo cuando se narra ese período. Lo que suele denominarse como “memoria sesgada con finalidades políticas”.
Lamadrid no demoró tanto como Elías para dejar sus Memorias, para 1860 ya se conocían de manera fraccionada las conocidas “Memorias” de La Madrid. La parte respecto al fusilamiento de Dorrego es la siguiente:
“… Antes de llegar preso a Navarro el gobernador Dorrego habíame dirigido una esquela escrita con lápiz, me parece que por conducto de su hermano don Luis, suplicándome, que así que llegara al campamento, le hiciese la gracia de solicitar permiso para hablarle antes que nadie.
Yo, sin embargo del desagradable recibimiento que dicho gobernador me había hecho a mi llegada de las provincias no pude dejar de compadecerme por su suerte y el modo como había sido tomado; pues aunque tenía sus rasgos de locura y era de carácter atropellado y anárquico, no podía olvidar que era un jefe valiente, que había prestado servicios importantes en la guerra de nuestra independencia; y en fin, que era gobernador legítimo de la provincia y mi compadre además.
En el momento de recibir dicha carta o papel, fui y se la presenté al general Juan Lavalle, para solicitar su permiso para hablar con el señor Dorrego, así que llegara. Dicho general, impuesto de ella me permitió pasar a verle y lo hice en efecto, al momento mismo de haber parado el birlocho y habiéndome abrazado, díjome:
Compadre, quiero que usted me sirva de empeño en esta vez para con el general Lavalle, a fin de que me permita un momento de entrevista él. Prometo a usted que todo quedará arreglado pacíficamente y se evitará la efusión de sangre, de lo contrario, correrá alguna: no lo dude usted.
Compadre, con el mayor gusto voy a servir a usted en este momento, le dije, y me bajé asegurándole que no dudaba lo conseguiría.
Corrí a ver al general; hícele presente el empeño justo de Dorrego, y me interesé porqué se le concediera; mas viendo yo que se negó abiertamente, le dije:
¿Qué pierde el señor general con oírle un momento, cuando de ello depende quizá el pronto sosiego y la paz de la provincia con los demás pueblos?
No quiero verle ni oírle un momento… fue su respuesta.
Aseguro a mis lectores que sentí sobre mi corazón en aquel momento, el no haberme encontrado fuera cuando la revolución, y mucho más, al verme al servicio de un hombre tan vano y tan poco considerado.
Salí desagradado, y volví sin demora con esta funesta noticia a mi sobresaltado compadre. Al dársela, se sobresaltó aún más, pero lleno de entereza, me dijo:
Compadre, no sabe Lavalle a lo que se expone con no oírme. (1) Asegúrele usted que estoy pronto a salir del país, a escribir a mis amigos de las provincias que no tomen parte alguna por mí, y dar por garantes de mi conducta y de no volver al país al ministro inglés y al señor Forbes, norteamericano; que no trepide en dar este paso por el país mismo.
Aseguro que me conmovieron tan justas reflexiones; pero le repuse:
Compadre, conozco la fuerza y la sinceridad de las razones que usted da; pero por lo que visto en este mismo momento, dificulto que el general se preste porque lo acabo de considerar el hombre más terco. Sin embargo, voy a repetirle sus instancias; pero le pido a usted que se tranquilice, pues no creo deba temer por su vida.
Haga lo que quiera, fue su respuesta; nada temo, sino las desgracias que sobrevendrían al país.
Bajéme conmovido, y pasé con repugnancia a ver al general. Apenas me vio entrar, díjome:
Ya se le ha pasado la orden para que se disponga a morir, pues dentro de dos horas será fusilado. No me venga usted con nuevas peticiones de su parte.
Me quedé frío…
General, le dije, ¿Por qué no le oye un momento, aunque le fusile después?
No quiero, díjome, y me salí en extremo desagradado; y sin ánimo para volver a verme con mi compadre, me retiré a mi campo, pero allí se me presentaba un soldado a llamarme de parte de Dorrego, pidiéndome que fuera en el acto.
No había remedio, era preciso complacerlo en sus últimos momentos. Estaba yo conmovido y marché al instante. Al subir al birlocho, se paró con entereza y me dijo:
¡Compadre, se me acaba de dar la orden de prepararme a morir dentro de dos horas! A un desertor al frente del enemigo, a un bandido se le da más término, y no se condena sin oírlo y sin permitirle su defensa. ¿Dónde estamos? ¿Quién ha dado esa facultad a un general sublevado?
Proporcióneme usted, compadre, papel y tintero, y hágase de mi lo que se quiera. Pero cuidado con las consecuencias.
Salí corriendo y volví al instante con lo necesario para que escribiera. Tómolo y puso a su señora la carta que ha sido ya litografiada y es de conocimiento público. Al entregármela, se quitó una chaqueta bordada con trencilla y muletillas de seda, y me la alcanzó diciendo:
Esta chaqueta se la presentará con la carta a mi Ángela, de mi parte, para que la conserve en memoria de su desgraciado esposo.
Desprendiéndose en seguida unos suspensores (tiradores) (2) bordados en seda, y sacándose un anillo de oro de la mano, me lo entregó con la misma recomendación, previniéndome que los suspensotes se los diera a su hija mayor, pues eran bordados por ella, y el anillo a la menor; pero no recuerdo sus nombres.
Habiéndome entregado todo esto, agregó:
¿Tiene usted, compadre, una chaqueta, para morir con ella?
Traspasado yo de oírle expresar con la mayor sangre fría cuanto he relatado, le contesté:
Compadre, no tengo otra chaqueta que la puesta, pero voy a traerla corriendo, y me bajé llevando la carta y las referidas prendas.
Llegado a mi alojamiento, me quité la chaqueta, púseme la casaca que tenía guardada, acomodé en mi valija los presentes de mi compadre y su carta y volví al carro. Estaba ya con el cura o no recuerdo qué eclesiástico, y al entregarle mi chaqueta dentro del carro, me reconvino por qué no me había puesto la suya; y habiéndole yo respondido que tenía esa casaca guardada, me hizo más fuertes instancias para que fuese a ponerme su chaqueta y regresara con ella. Me fue preciso obedecer, y volví al instante vestido con ella, y después de haberle dado un rato de tiempo para que se reconciliara, subí al carro a su llamado.
Fue entonces que me pidió le hiciera el gusto de acompañarle, cuando lo sacaran al patíbulo. Me quedé cortado a esta insinuación y hube de vacilar. Contestéle todo conmovido, denegándome, pues no tenía corazón para acompañarle en ese lance:
¿Por qué compadre -me dijo con firmeza- , tiene usted a menos el salir conmigo? ¡Hágame este favor, que quiero darle un abrazo al morir!
No, compadre, le dije con voz ahogada por el sentimiento. De ninguna manera tendría yo a menos salir con usted, pero el valor me falta y no tengo corazón para verle en ese trance. Abracémonos aquí y Dios le dé resignación.
Nos abrazamos y bajé corriendo con mis ojos anegados por las lágrimas.
Marché derecho a mi alojamiento, dejando ya el cuadro formado. Nada vi de lo que pasó después, ni podía aún creer lo que había visto.
La descarga me estremeció y maldije la hora en que me había prestado a salir de Buenos Aires.
Retirados los cuerpos (3) del lugar de la ejecución, se me avisó, o que el general había llamado a todos los jefes, o que todos iban a verle sin ser llamados. No puedo afirmar con verdad cuál de las dos cosas fue; pero si, que juzgué de mi deber ir.
Puestos todos en presencia del general Lavalle, dijo éste, poco más o menos, lo que sigue:
Estoy cierto de que si yo hubiese llamado a todos los jefes a consejo, para juzgar a Dorrego, todos habrían sido de mi opinión; pero soy enemigo de comprometer a nadie, y lo he fusilado de mi orden. La posteridad me juzgará.”
(1) Las consecuencias más perniciosas fueron: contribuir con más odio mortal a una guerra civil de dos décadas, seguida por un enfrentamiento por la organización nacional de otras dos décadas. Cuarenta años de enfrentamientos armados entre argentinos que podrían haberse intentado evitar, en algún momento había que comenzar y ese fue una circunstancia clave para hacerlo, mirar para un mismo lado, cosa que a los argentinos nos parece imposible de lograr.
(2) El tema de los cinturones y los suspensores -que sostenían los pantalones- no era un aspecto menor en los que se preparaban para morir fusilados y menos los ahorcados, que luego eran expuestos durante varios días, como medida ejemplarizadora.
Un clásico sobre este tema, es el que se produjo cuando la ejecución de Don Ciríaco Cuitiño y su preocupación sobre este aspecto. Solo mencionaré que cuando Cuitiño fue fusilado junto con Leandro N. Alem el 28.12.1853, pide un cinturón más grueso y cose sus pantalones al cinturón, diciendo: “Como después de fusilado nos van a colgar, no quiero que a un federal ni de muerto se le caigan los pantalones”.
(3) Se debe notar que La Madrid menciona “los cuerpos”. Efectivamente fueron varios los oficiales ejecutados. ¿Alguien alguna vez estudió en la Historia Argentina , que cuando es fusilado Dorrego se hayan ejecutado a otras personas? Oportunamente nos ocuparemos del tema.
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