SEGUNDA PARTE
Por: Roberto Antonio Lizarazu
Esta carta es la versión de lo ocurrido según Juan Estanislao Elías. Le narra en la misma a su hijo menor Ángel Elías, quien se encontraba residiendo en Buenos Aires; y está fechada en Tucumán el 13 de junio de 1869. Cuenta el suceso luego de más de cuarenta años de ocurrido el fusilamiento, el que acaeciera el 13 de diciembre de 1828. (1)
“… En el acto que llegó el coronel Dorrego, el general Lavalle me llamó y me dijo:
Vaya usted a recibirse a Dorrego que confío a su celo y vigilancia, y como la tropa que ha traído el comandante Acha debe retirarse, lleve usted una compañía de infantería para cuidar de él.
Llevé, en cumplimiento de esa orden, una compañía mandada por el capitán Mansilla (2), y me situé en una casa de espacioso patio a las inmediaciones del cuartel general.
Muy luego el general Lavalle con el ejército, se fue a situar en la estancia de Almeyda, más allá de Navarro.
Luego que me recibí del coronel Dorrego y que hube tomado todas las medidas de seguridad conveniente, me aproximé al carro en que Dorrego se hallaba, y le dije:
Coronel, estoy encargado de custodiarlo y responder de su persona. Entonces él, con esa amabilidad que lo distinguía, me alargó la mano y me dijo:
Mucho me felicito de que usted haya sido elegido para desempeñar ese cargo.
El coronel Dorrego me significó en seguida la necesidad que sentía de alimentarse. Poco después le fue servido un abundante almuerzo.
Este caballero insistió porque yo subiera al carro para almorzar con él, a lo que no accedí con excusas honorables.
Era la una de la tarde cuando recibí un papelito del general Lavalle que contenía lo siguiente: “Elías: Sé que Dorrego tiene bastantes onzas de oro, recójalas usted y dígale que no necesita de ellas, pues para todos sus gastos usted le suministrará lo que necesite”. (3) Esto se lo dije al coronel Dorrego, teniendo yo la delicadeza de no hacer registrar el carruaje, pues me había asegurado de no tener un solo peso, y porque, debo decir la verdad, me lastimaba el abatimiento de un hombre a cuyas órdenes había hecho como ayudante, la campaña de Santa Fe y asistido a la desastrosa batalla de Pavón, en la que perdió el ejército por temeridad e impaciencia en no esperar las fuerzas de Buenos Aires que se hallaban inmediatas.
Como a la una y cuarto, recibí por un ayudante del general Lavalle la orden de trasladarme con el coronel Dorrego al cuartel general.
En el acto estuve en marcha, pero Dorrego, inquietado por esta maniobra, me llamó y me dijo:
Elías, ¿Dónde me lleva usted?
Coronel, le contesté, al cuartel general, situado en la estancia de Almeyda.
Entonces me preguntó si allí estaban el general don Martín Rodríguez y el coronel La Madrid. Le contesté afirmativamente y manifestó satisfacción.
No habíamos andado media legua, cuando por el camino de Buenos Aires me alcanzó un comisario de policía acompañado de dos gendarmes en caballos agitados por la precipitación de la marcha. Traía pliegos urgentes que contenían la súplica del gobierno delegado para que el coronel Dorrego saliera fuera del país.
Dorrego, que todo observaba con inquietud, me preguntó:
¿Qué quiere este hombre?
Yo le dije la verdad. Entonces me dijo:
Mi amigo, hace un sol y calor terribles, suba usted al carro y marchará con más comodidad.
Le agradecí este ofrecimiento que repitió con insistencia.
Cerca de las dos de la tarde hice detener el carro frente a la sala que ocupaba el general Lavalle y, desmontándome del caballo, fui a decirle que acababa de llegar con el coronel Dorrego.
El general se paseaba agitado, a grandes pasos, y al parecer sumido en una profunda meditación, y apenas oyó el anuncio de la llegada de Dorrego, me dijo estas palabras que aún resuenan en mis oídos después de cuarenta años:
Vaya usted e intímele que dentro de una hora será fusilado.
El coronel Dorrego había abierto la puerta del carruaje y me esperaba con inquietud. Me aproximé a él conmovido y le intimé la orden funesta de que era portador.
Al oírla el infeliz se dio un fuerte golpe en la frente, exclamando: ¡Santo Dios!
Amigo mío -me dijo entonces- proporcióneme papel y tintero y hágame llamar con urgencia al clérigo Castañar, mi deudo, al que quiero consultar en mis últimos momentos.
Efectivamente, poco después estuvo ese sacerdote al lado del coronel Dorrego, que escribía.
Castañar estaba impasible y veía a la victima conmovido.
Yo estuve al pie del carro como una estatua y pude presenciar la entrega que le hizo Dorrego de un pañuelo que contenía algunas onzas de oro.
Como la hora funesta se aproximaba, el coronel Dorrego me llamó y me dio las cartas, una que todo el mundo conoce, para su esposa, y la otra de que yo solo conozco su contenido, para el gobernador de Santa Fe, don Estanislao López.
Ambas cartas se las presenté al general Lavalle, quien sin leerlas me las devolvió, ordenándome que entregase la dirigida a su señora y que a la otra no le diera dirección.
Formado ya el cuadro y en el momento de marchar al patíbulo, Dorrego, que estaba pálido y extremadamente abatido, me llamó y me dijo:
Amigo mío, hágame llamar al coronel La Madrid , pues deseo hablarle dos palabras en presencia de usted.
Mientras llegaba este jefe que en el acto hice llamar, me dijo:
A su amigo el general Rondeau y al General Balcarce, dígales usted que les dejo la última expresión de mi amistad.
El coronel La Madrid se presentó y Dorrego lo abrazó con ternura, y sacándose la chaqueta de paño azul bordada que tenía, se la dio al coronel pidiéndole en cambio otra de escocés que tenía puesta. Además, le entregó unos suspensores (tiradores) de seda que habían sido bordados por su hija Angelita, rogándole que se los entregara.
Todo había acabado…
Dorrego, apoyado en el brazo del coronel La Madrid y en el del clérigo Castañar, marchó lentamente al suplicio.
Un momento después oí la descarga que arrebato la vida a ese infeliz. Yo no quise presenciar ese acto cuyas tristes consecuencias preveía.
Yo me hallaba mudo al lado del general Lavalle que profundamente conmovido me dijo:
Amigo mío, acabo de hacer un sacrificio doloroso que era indispensable.
En seguida escribió su célebre parte del gobierno delegado, participándole la ejecución del coronel Dorrego.”
“Juan Estanislao Elías a Ángel Elías, Tucumán 13 de junio de 1869.”
(1) El Coronel Juan Estanislao de Elías y Larreategui, fue un destacado militar argentino de larga trayectoria e innumerables participaciones en diversas campañas durante la primera mitad del siglo 19. Nació en Charcas, Alto Perú el 07.03.1802 cuando pertenecía al Virreinato del río de la Plata y falleció en Tucumán el 30.03.70, un año después de escribir la carta que nos ocupa. Varios autores sostienen que la misma se debió a un intento de dejar por escrito su versión y deslindar responsabilidades, que por otra parte nunca le correspondieron, en este luctuoso hecho.
(2) “El Capitán Mansilla”, de las tropas de Lavalle, es el que con los años sería el General Lucio Norberto Mansilla, cuñado de Rosas al casarse con su hermana Agustina Ortiz de Rozas (ella no se cambió el apellido).
Este aspecto de que las personas cambien de bando político, fue y sigue siendo lo más habitual y no debe extrañar para nada. Él mismo Elías efectúa el mismo proceso de cambio, pasa del unitarismo con Lavalle y de combatir contra Rosas, al federalismo con Urquiza, para terminar siendo mitrista. En 1852, luego de Monte Caseros, es nombrado por Urquiza Embajador de la Confederación Argentina ante Bolivia. Durante su último lustro de vida, fue en Tucumán, un activo partidario mitrista.
(3) No debería extrañar un gesto tan poco honorable por parte de Lavalle, como es el encargarle a un subalterno que le pida el dinero que lleva encima un condenado a muerte. La sociedad porteña lo ubicaba muy justicieramente entre el grupo de “Los tarambanas”. Varios historiadores como: “La espada sin cabeza” y José María Rosa como “El cóndor ciego”, habiéndole dedicado con este título un libro a su figura; aunque dada la característica de este deshonroso gesto que nos narra Elías, los motes podrían ser muy bien de otro tenor.
Fuentes: Vicente Osvaldo Cutolo. Nuevo Diccionario Biográfico Argentino. Editorial Elche, Buenos Aires, 1987.
Ángel Justiniano Carranza. El General Lavalle ante la justicia póstuma, Buenos Aires, Librería Hachette S.A. 1941
Carlos Parsons Horne. Biografía del coronel Manuel Dorrego, Buenos Aires, Imprenta y Casa Editora “Coni”. 1942
Aclaración. En la primera entrega sobre el fusilamiento de Dorrego, expliqué que el apellido Dorrego era una castellanización del apellido portugués Do Rego. Era hijo de Josué Antonio Do Rego y de María de la Asunción Salas. Por ironías del destino, el apellido de Lavalle tampoco era Lavalle, era De La Valle. Era hijo de Manuel José De La Valle y Cortés, y de María Mercedes González Bordallo.
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